Camacaro, M. Revista de Filosofía, Vol. 42, Nº Especial 2025, pp. 24-36 28
Universidad del Zulia. Maracaibo-Venezuela. ISSN: 0798-1171 / e-ISSN: 2477-9598
miles de rollos de papiro guardados en cestos enormes, los cuales contenían toda la gama
del saber de la época, constituyendo la mayor biblioteca del mundo antiguo, la de Alejandría.
Zenódoto después de muchas noches sin dormir, consiguió la solución: ordenar los textos
por el nombre de sus autores, siguiendo un orden alfabético. Pero se trataba de puros autores
masculinos, porque el saber, con algunas excepciones, no estaba al alcance de las mujeres.
Entonces, me dije: <El amigo Zenódoto no ha pasado por esta librería>, sonriendo conmigo
misma.
Esa mañana, cuando fui con una amiga, había varias personas aglomeradas por lo
reducido del espacio, mejor dicho, era reducido por la gran cantidad de libros acumulados
por doquier. Ellas y ellos portaban vestimentas variopintas. Como no podía desplazarme
entre los estantes a curucutear los libros, decidí colocarme a un lado y esperar, mientras
miraba el entorno. Apostando conmigo misma, me dispuse a suponer cuáles podrían ser,
recurriendo a los estereotipos, las preferencias de lectura y las ocupaciones de aquellas
personas. Me decía: <Esa que lleva pañuelos largos sobre los hombros, vestida un poco al
descuido, probablemente es feminista; aquella de blazer, con faldas largas y maletín, tal vez
sea profesora universitaria en humanidades; esta con traje taller y maletín de cuero,
posiblemente abogada; aquel de paltó, con camisa sport, lentes redondos, quizás, sociólogo;
ese de pantalones de jeans, con paltó sport y mangas arremangadas hasta los codos, a lo
mejor, arquitecto.> Así, jugando a las adivinanzas, pasé el rato de espera en esa librería tan
singular -o a mí me parecía singular-, un lugar desbordante de letras.
Todo allí ocurría de manera desacostumbrada. Había una sola persona atendiendo y lo
hacía de manera personalizada, con calma extrema, manteniendo una amena conversación
con quienes compraban; deduzco que conversaban sobre los libros que tenían en sus manos.
En las personas que esperaban ser atendidas, tampoco percibía el mismo apuro que ponen
de manifiesto en otro tipo de librerías. Pasado el tiempo, una vez que nos hicimos adictas a
Divulgación, comprendimos que la mayoría de la gente, incluyéndonos, esperábamos con
esa plácida calma no sólo para poder adquirir buenos libros, sino porque sin el conversatorio
con Sergio era como adquirir libros a los que les faltaran páginas. Sí, Sergio era su nombre,
dueño y único ser que atendía su librería, un hombre delgado, fumador empedernido, con
aspecto podría decir huraño, pero en realidad era la antítesis de su apariencia. Se trataba de
una persona con un enorme caudal de amabilidad no empalagosa, un intelectual que <No
vendía libros, sino saberes>.