Cantero, M., Revista de Filosofía, Vol. 41, Nº107, 2024-1, (Ene-Mar) pp. 29-43                                                36 
Universidad del Zulia. Maracaibo-Venezuela. ISSN: 0798-1171 / e-ISSN: 2477-9598 
 
ni tampoco a una facultad u órgano especial para verlas con los ojos de mente y así poder 
captar lo que está bien y lo que está mal, sino a la capacidad que poseen todos los seres 
humanos de mantener un constante trato, de estar en conversación con ellos mismos, de 
entablar un diálogo silencioso con su propio yo, es decir que todos los hombres son dos-en-
uno,  todos  poseen  la  cualidad  distintiva  de  lo  humano  que es  la  condición  de  ser  seres 
pensantes.  
Pensar, entonces, no es una prerrogativa de los filósofos, los intelectuales o los científicos 
sino una actividad que todo ser humano está en condiciones de realizar. Sin embargo, es 
indudable  que  se  puede  renunciar  a  pensar  y  recordar  y  seguir  siendo  un  ser  humano 
bastante normal. Esta renuncia es una abdicación de la responsabilidad inherente a la acción 
libre  que  constituye  un  gran  peligro  para  la  propia  persona  y  para  el  conjunto  de  sus 
relaciones sociales y políticas. Quien se niega pensar y a recordar ha perdido la brújula de su 
existencia, no puede discernir lo bueno de lo malo porque ha renunciado a dialogar consigo 
mismo,  a  examinar  su  propia  conducta,  a  tomar  conciencia del  yo  con  el  que  tiene  que 
convivir.  Los  que  renuncian  a  pensar  y  recordar  son  individuos  que  están  dispuestos  a 
comportarse de cualquier manera, y pueden llegar a ser causantes de grandes males a la 
humanidad porque sin memoria no hay nada que pueda contenerlos. Cuando se ha perdido 
o se ha decidido no ejercer la más elemental capacidad de pensamiento y recuerdo y se ha 
destruído la integridad del yo, solo cabe esperar que los hombres no se vean ante la exigencia 
de dar cuenta de sus acciones, y en consecuencia, los peores males. 
Al respecto afirma Arendt: 
Si es un ser pensante, enraizado en sus pensamientos y recuerdos, y conocedor, por 
tanto, que ha de vivir consigo mismo, habrá límites a lo que puede permitirse hacer, 
y esos límites no se impondrán desde fuera, sino que serán autoimpuestos. […] el mal 
extremo,  sin  límites,  solo  es  posible  allí  donde  esas  raíces  autogeneradas,  que 
automáticamente  limitan  las  posibilidades,  están  totalmente  ausentes,  donde  los 
hombres se limitan a deslizarse por la superficie de los acontecimientos, donde se 
permiten  a  sí  msmos  dejarse  arrastrar  sin  llegar  a  penetrar  nunca  hasta  la 
profundidad de que cada uno es capaz.
 y lo considera la condición necesaria de la preocupación 
por el yo como criterio último de la conducta moral; de lo que se infiere que la pérdida de la 
solitud acarrea la pérdida del yo y de su libertad. Ahora bien, el modo de existencia indica 
un estilo de vida al que se llega consciente y libremente en sucesivas aproximaciones, y que, 
aunque  sea un  proceso en  el  que  inevitablemente se produzcan  avances y  retrocesos, se 
caracteriza  por la  perdurabilidad  de  una teleología  polarizada  hacia  la propia  integridad 
moral que se ha interiorizado en la persona. No se trata de un estado de perfección sino de 
una constitutiva y consciente tensión hacia la plenitud de lo humano  a la que el yo se siente 
reclamado constantemente. 
Y  es  precisamente  la  pérdida  de  la  solitud  lo  que  explica  que  en  los  tiempos  del 
totalitarismo la inmensa mayoría de  los alemanes haya sustituido los preceptos  morales