
Á. L. Viloria
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su contenido la que vendrá a valorizar el aporte verdadero 
de la puesta al día del célebre asunto de la domesticación 
animal. Que como lo dice sabiamente el título, es un pro-
ceso.
En lo personal me considero ingenuo (naive), ignoran-
te, y mal preparado para opinar en esta oportunidad. Mi 
formación ha sido la de un zoólogo de museo, acostum-
brado a lidiar con los cuerpos de los animales muertos y 
tejidos jados con formol, alcohol y mezclas más o menos 
exitosas de otras sustancias químicas que ahora son todas 
sospechosas de ser cancerígenas. Mi experiencia con ani-
males domésticos nunca fue más allá de jugar media hora 
con el perro de la casa, que “no era mío” sino de mis pa-
dres, soportar el apego no correspondido de una gata que 
buscaba afecto rozando mis piernas debajo de la mesa, y 
más recientemente, cuando empezó a agobiarme el stress 
de un trabajo de ocina, la posesión de un acuario don-
de jaba mi vista únicamente por el placer de la contem-
plación de peces perezosos que alegraban mis momentos 
de relajación y descanso mental. Miraba sus colores y su 
movimiento, pero jamás me detuve a pensar cuales eran 
salvajes (los neones, supongo) y cuales eran domésticos (el 
rechoncho goldsh). Estas evocaciones de un zoólogo que 
cuenta y escudriña insectos secos atravesados con alleres, 
pero que nunca tuvo la ocurrencia de ponerse a criar abe-
jas, ni por su miel que se ha puesto tan cara, y que para ser 
honesto, no ama la responsabilidad de tener una mascota, 
me conducen a pensar en quienes si les obsede acercarse 
a las eras y domarlas, enlazar y montar un potro salvaje, 
colear un toro como ritual demostrativo de la supremacía 
humana sobre los otros animales o criar cabras. No impor-
ta cuán grande, poderoso y bruto sea. Lo hemos presen-
ciado como testigos en la vida privada de amigos o cono-
cidos que por años han criado perros de raza, conejos para 
consumo (los llaman “beneciados”), palomas, gallos de 
pelea, gallinas ponedoras, peces de acuario, forzándolos a 
condiciones articiales para lograr cruces imposibles, al-
gunas veces seleccionando fenotipos monstruosos, prodi-
giosos en tamaño, forma o color, o en el mejor de los casos 
mejorando su rendimiento al antojo del poderío humano, 
vacas productoras de cantidades de leche inimaginables, 
galgos más rápidos que un zorro, perros cazadores sin raza 
denida que se lanzan a la muerte inminente en las garras 
de un jaguar por amor al amo. Los llaman perros bravos y 
cuando sobreviven se dejan curar mansamente por quien 
los ha criado.
El ser humano, obsesivo y curioso, biofílico o zoofílico 
(en el sentido no morboso del término) encuentra gusto y 
aceptación social en domar las bestias, sustraer la peque-
ña sabandija de su reducto natural y hacerla suya, criarla 
y acostumbrarla a sus cuidados, demostrar a terceros que 
es capaz de criar y mejorar los animales que terminarán 
dando su carne al fogón invernal de un apartado campa-
mento nómada. Pero en la soledad y el ensimismamiento 
también encontró al animal inteligente y emocional con 
el cual crear lazos afectivos y hacerse acompañar. El pastor 
trashumante se enamora especialmente de su rebaño y pasa 
el día interactuando con sus ovejas o cabras hasta que el 
sol cierra el ciclo y no queda más tiempo sino el preciso 
para cenar, hablar un poco sobre los animales y descansar 
la noche (muchas veces haciendo vigilia parcial en favor de 
estos últimos). Son suyos. Históricamente se ha creado un 
vínculo sentimental de posesión.
Pero esta posesión es mutua, el animal doméstico es 
antropofílico, se vuelve parcialmente dependiente y llega 
a prestarse a la manipulación, bien individual y momen-
tánea, como colectiva, permanente o generacional. Se crea 
una relación de comensalismo que revierte en benecio 
mutuo. La domesticación llega a ser un proceso de coope-
ración y un hábito sospechoso de fomentar por lo menos 
la coevolución social, cuando no la controvertida evolu-
ción biológica. Es evidente que a través de la historia y de 
lo que llamamos prehistoria, el proceso de domesticación 
animal también ha tenido un gran impacto en el desarrollo 
de las sociedades humanas. Últimamente la arqueología y 
la zooarqueología han tenido mucho que revelar sobre el 
progreso humano, sus desplazamientos territoriales, y sus 
costumbres en relación con los animales que lo acompa-
ñaron en su épica expansión. En la cueva del milodón en 
el extremo sur de Suramérica se preservaron los vestigios 
de un encerramiento controlado de los grandes xenarthros 
que coexistieron con la especie humana en los críticos años 
glaciales y postglaciales. Dice el autor, Marcelo Sánchez-
Villagra, que los animales domados no necesariamente 
eran domesticados, pero es un gran paso en la satisfacción 
de ciertas necesidades humanas lograr controlar el cautive-
rio, aunque sea para explorar la iniciativa de hacer posible 
la cría de los animales bajo estas condiciones.
Solamente se prestaron a la cría aquellos animales a los 
que les faltó el miedo a la presencia de los humanos, a los 
que además estuvieron dotados de tolerancia suciente 
para ser manipulados, o aquellos que por adaptarse gradual-
mente a las interacciones con el Homo sapiens, despertaron 
su tendencia a crear también lazos afectivos que les permi-
tieron, por ejemplo convertirse en mascotas, o por lo menos 
en candidatos aptos para convivir permanentemente con el 
hombre, adaptándose a otras condiciones ecológicas, a ve-
ces bastante más estrechas de las que originalmente requi-
rieron en la naturaleza. Así las llamadas fuerzas selectivas 
del neodarwinismo, son evidentemente distintas para los 
animales que viven libres y salvajes y para los que nacen y se 
desarrollan a expensas de la domesticación.